“ParaVerteMejor es un proyecto orientado a la divulgación de la fotografía latinoamericana, gestado en el Máster de Dirección de Proyectos Culturales de Fundación Contemporánea (La Fábrica, Madrid, 2019)”, Diana Vilera, directora-fundadora de La Cueva.

Huellas

28 • abril • 2020

Alejandro Sebastiani Verlezza

Juan Toro investiga y registra. Ese es su pathos. Le interesa insistir en la captura de lo que aparece después, cuando los “sucesos” y sus protagonistas ya se han retirado –o desaparecieron– y apenas quedan ruinas, vestigios. Ocupa un lugar intermedio entre el reportero y el investigador de campo. Visita los lugares, con la cámara reconstruye, crea lecturas alternativas, busca las pistas que le permiten recontextualizar situaciones “pasadas”. Así crea series cuyo mejor destino pareciera estar en los fanzines, los fotolibros, las galerías, los museos.

Búnker –el más reciente proyecto editorial de La Cueva– responde a esta dinámica con el diálogo entre las fotografías de Toro y la narración periodística de María Isoliett Iglesias. Pero más que producir un goce visual, pareciera que en Búnker lo urgente es propiciar una reflexión que bien puede conectarse con los no pocos problemas latinoamericanos (y desde luego: venezolanos): cada uno con miles de rostros, espejismos, trampas y traumas. Por el filón de la violencia y el cautiverio –al menos desde la mirada de Búnker– el fotógrafo y la autora entran en esta amplia y ajetreada frontera expresiva.

De nuevo: las huellas del cautiverio, su consecuente desolación, el testigo que mira, registra, interpreta. El resultado: un puño de incertidumbres, más que conclusiones y tragedias encerradas en “datos duros”. Bajo esta perspectiva Toro aparece como fotógrafo y singular investigador: capta fragmentos, prepara “expedientes”, ordena las “muestras” como un archivista que se va desdoblando en testigo y parte implicada. Pero tampoco olvida que está operando dentro de las posibilidades plásticas de la fotografía: difícil sería asumir que apenas se trata de una “técnica” para literalizar todo lo huidizo que hay en lo real. Es un entrenamiento particular de la mirada: la constancia de Toro lo acerca, sin los andamiajes doctrinarios de rigor, a lo que suele llamarse “la investigación social” (¿habrá entonces otra que no llegue a serlo?). A fin de cuentas se trata de un esfuerzo comunicativo, un registro, un catálogo de hechos, miradas que proponen preguntas políticas.

Toro, en gran medida, podría pasar como el fotógrafo que está de guardia en la redacción del periódico y sale, sin más, con su cámara a buscar. He visto cómo muchas veces los colegas que trabajan para la prensa repentinamente se detienen –fuera de las pautas– para hacer tomas alternativas, imprevistas. Algunos de ellos, mientras se desplazan hasta el lugar, como Venancio Alcázares, andan casi siempre con la cámara atada en la muñeca. En Búnker se respira esta actitud. Toro se aproxima a los terrenos baldíos para releerlos. Así ocurre en dos trabajos anteriores: Oujier y [Expedientes]. Fragmentos de un país.

No deja de llamar la atención –y tal vez el asunto no obedezca  a las respuestas fáciles– el creciente interés por los archivos, las memorias, las recreaciones, las supervivencias y las presencias espectrales. Tal vez permitan plantearse el presente bajo otras preguntas. O quizás lo tapen con demasiadas visiones del pasado. Es un doble filo y una cuestión abierta. ¿Será el peso excesivo de lo que T.S. Eliot llamaba “las imágenes rotas”? Decir que se trata de cierta vertiente documentalista es cierto, pero a la vez insuficiente. Subyace otra inquietud: narrar las ruinas, darles presencia en la memoria colectiva, recordar que están ahí, hablando, en un campo abierto de relaciones y sentidos. Es una corriente subterránea y un pathos que recorre la memoria de Occidente: volver una y otra vez a lo que fue, revolver las excavaciones –Egipto, Grecia, Roma, Pompei, los Mayas– con la ilusión de encontrar respuestas, nuevas recreaciones, actualizaciones. Basta recorrer no pocos museos de arte contemporáneo y constatarlo.

Pero sin ir muy lejos, habría que localizar el motivo de la vuelta a los archivos en Venezuela, qué rostro toma en el contexto de la fotografía que ahora mismo se está “haciendo” –más allá de los confinamientos– y cómo los shocks de las últimas dos décadas venezolanas tienen mucho que ver en el asunto. Por un lado la borradura de la historia –impulsado por los tentáculos de la propaganda– y la necesidad de rememorar y buscar la justicia. El otro rostro –tal vez una parte, cierto perfil– de esta tendencia fotográfica que habita Toro se expresa en la exploración del cuerpo y la piel en espacios muchas veces cerrados: la habitación, la oficina, el baño (el trabajo de Costanza de Rogatis y el de Gala Garrido –cada una en su particular frecuencia– son elocuentes al respecto).

Para profundizar en estas relaciones sería interesante recordar los infinitos registros del poeta Jesús Sanoja Hernández y el ejercicio curatorial propuesto por Lorena González en el año 2011: Ciudad volátil: arquitecturas transitivas de la vanguardia caraqueña. Hay, tal vez, por qué no, cierto hilo común: el mundo, la cultura, el país y sus malestares, la denuncia en medio de la ruina, la vida que se abre paso en los cursos impredecibles de la expresión, los fragmentos de la historia rescatados, refigurados; así lo asoma Walter Benjamin –uno de los modernos maestros del archivo– en “El ahora de la cognoscibilidad”:

Quien anda en el pasado como en un desván de trastos, hurgando entre ejemplos y analogías, no tiene ni la menor idea de cuánto, en un instante dado, depende de la actualización del pasado.

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