Apunta Keila Vall de la Ville sobre la serie Gracias, ánimas de Guasare: “La serie conserva la atmósfera de un registro de viaje, un aire de transitoriedad en cada ofrenda y muestra una relación horizontal entre los visitantes de la capilla y lo divino”.
Alejandro Sebastiani Verlezza
La serie aquí comentada –Gracias, ánimas de Guasare– está compuesta por dieciséis imágenes. En el fotobolsillo que La Cueva le dedica a Antolín Sánchez, al tratarse de un compendió antológico, se recogieron solamente tres fotografías, las cuales fueron “tomadas en una capilla construida a inicios del siglo XX entre Punto Fijo y Coro”, tal y como lo apunta la escritora Keila Vall de la Ville en el prólogo de esta obra impresa en el año 2016.
Vale repasar, en todo caso, los apuntes que hace la también antropóloga a propósito de esta curiosa serie, “dedicada a la memoria de quienes fallecieron en el intento de escapar, a pie, a los embates de una fuerte sequía y la consiguiente hambruna”.
Más adelante precisa: “La serie conserva la atmósfera de un registro de viaje, un aire de transitoriedad en cada ofrenda y muestra una relación horizontal entre los visitantes de la capilla y lo divino”. Al respecto es preciso recordar, nuevamente, el ya clásico retrato circunspecto –y lavado por las olas incesantes de calor– de José Gregorio Hernández.
Esta imagen, reproducida incesantemente en el país, desde la muerte del venerable doctor en el año 1919 (por lo demás autor de una considerable obra científica), hace pensar en un nexo momentáneo entre el trabajo de Sánchez y el de otro fotógrafo venezolano, Ricardo Armas, quien suele traer constantemente en su obra la presencia del “señor misterioso” (así lo suele llamar, se trata de una suerte de “personaje” que aparece y desaparee constantemente, incluso, en las imágenes que comparte en su cuenta de Instagram).
La diferencia crucial, aquí, en el caso de Sánchez, está en las pequeñas fotografías tipo carnet incrustadas espontáneamente en los bordes del retrato –presente en el post del mes anterior– y su consecuente integración visual en la toma, como una suerte de mosaico que conforman los visitantes en la capilla. En el borde inferior derecho, entre otros detalles significativos, aparece otra imagen, muy pequeña: se trata de la toma distante de un carro que viene de frente hacia el hipotético fotógrafo, lo cual le da un dinamismo y vivacidad a la escena considerable, tal vez su más elocuente punctum. Historias y evocaciones dentro de la imagen, entonces, capaces de abrir múltiples espacios conjeturales en los sucesivos y variados vistazos. Todo condensado en una sola imagen.
Si bien el catálogo de ofrendas en la capilla es casi infinito, Vall de la Ville en su lectura les da un sentido más profundo: “Santos, velas y estampitas, ropa de bebés, juguetes, fotos tipo carnet, flores, licores y frutas, no solo representan pagos por los favores recibidos, sino también distintas caras de lo periférico: la historia de las víctimas y su sepultura a la orilla de la carretera, su conversión pagana y la fe que sus visitantes le profesan, así como el lenguaje que estos han elegido para conectarse con lo divino, son todos rostros de la misma realidad limítrofe”.
Esta suerte de mecanismo psíquico descrito por la escritora y antropóloga, por lo demás interesante, hace pensar cómo la imagen fotográfica permite retratar una forma muy local de la devoción –es lo que hace Sánchez– que además puede estar presente en los rincones más impensados de cualquier ciudad; en cualquiera de sus puntos, basta observarlo con detenimiento, sobre todo en los más recónditos, es posible ver cómo aparecen de pronto pequeños nichos, huecos, capillas, templos y hasta templetes improvisados para dejar la huella de alguna presencia remota y su recóndita historia.
En un operación similar –la inscripción– tantos muros, por ejemplo, están llenos de pintas y grafitis que rememoran a los caídos en las tantísimas protestas ciudadanas de las últimas dos décadas (Caracas en este sentido es un museo de atrocidades), pero también es posible ver al pie de cualquier árbol un pequeño orificio –a veces enrejado– donde el eventual y pasajero feligrés deja su ofrenda, desde piedras, objetos, imágenes, hasta velas o mensajes escritos en papel. La representación de “la realidad limítrofe”, apuntada por la autora, sin perder su carácter enigmático, se potencia al entrar en circulación en el alucinado y espontáneo concierto visual del país entero, sin duda que otra forma más de la supervivencia de las imágenes que ya han hecho notar estudiosos como Aby Warburg y Georges Didi-Huberman, entre otros tantos autores.
Una posible conjetura, entonces, a partir de lo ya establecido, sería la siguiente: en buena medida la obra de Sánchez rastrea supervivencias, huellas, rasgos, signos, trazos, señales y vestigios de un pasado que sobrevive, sí, pero muchas veces como ruina y pasa, refigurado, a la fotografía. Sin duda una forma de incursionar en el “paisaje metafísico”, pero visto ahora –más allá de una serie y sus límites formales– como una búsqueda formal constante y en definitiva una poética muy clara en el autor.
Un paseo rápido en Internet puede hacer evidente cómo el mismo principio devocional captado por Sánchez puede replicarse en lugares tan distantes como la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise, o la del propio Julio Cortázar en Montparnasse. En ambos lugares es posible observar la misma situación que bien retrata el fotógrafo y periodista venezolano en su recorrido por Guasare.
Tanto es así que en un reportaje de la BBC en español firmado por Magali Lagrange en el 2014 –“Los peregrinos de la tumba de Julio Cortázar– se detiene en el tema. El argentino, más tarde nacionalizado francés, está enterrado en el ya mencionado cementerio parisino con la fotógrafa y autora canadiense Carol Dunlop. Como bien lo describe el reportaje, desde la muerte del escritor en el año 1984, la tumba de la pareja se ha convertido en un lugar de visita habitual para los lectores de Rayuela que buscan, ahora, rendirle culto al autor y su escritura (decirles, pues, “gracias”).
Al respecto Lagrange registró la siguiente experiencia que coincide con lo formulado más arriba por Vall de la Ville: “El paseante se da cuenta de que ha llegado a la discreta tumba de la pareja al vislumbrar los homenajes dejados a lo largo del tiempo en la piedra blanca de la sepultura –un batiburrillo de libros, folletos, cigarros, tickets de metro, flores y mensajes garabateados en mármol” (2 de febrero, 2014).
Para volver a Guasare, en la primera fotografía de esta serie, la que abre el fotobolsillo de Sánchez, la toma nuestra a un pequeño bebé de juguete –aun en su caja– extendido sobre un ropaje; muy cerca, es posible observar otra fotografía de una niña; y en el borde superior derecho, la que tal vez podría ser su madre, con la siguiente nota: “Ánimas de Guasare gracias por el favor recibido y por recibir” (05-09-81).
[nota bene: la última entrega sobre la obra fotográfica de Antolín Sánchez será publicada en el post del mes próximo; también el lector puede consultar en el blog de La Cueva aproximaciones de otros autores venezolanos al trabajo del Sánchez].