Maestros de la fotografía en Venezuela y los ejemplares editados hasta el momento por La Cueva.
Álvaro Mata
En tiempos en que los venezolanos solemos hacer balances sobre un país que se destruye ante nuestros ojos, es oportuno revisar con detenimiento el libro Maestros de la fotografía en Venezuela (Caracas: Total Oil and Gas Venezuela B.V., 2014), especie de álbum fotográfico de nuestro territorio a partir del cual podemos tomarle el pulso y conocer su rostro, a través de los muchos que lo conforman.
Se trata de una publicación corporativa que reúne una muestra del trabajo de los diecisiete ganadores del Premio Nacional de Fotografía que se entrega desde el año 1990. “Apenas una introducción”, leemos en las primeras páginas del libro, y no puede ser de otra manera en vista del enorme caudal que engrosa los portafolios de los galardonados. Sin embargo, estamos en presencia de un soberbio tomo de casi cuatrocientas páginas, impecablemente editado e impreso, y con un formato adecuado para observar con detalle todo lo que la imagen tiene para ofrendarnos. Un gran logro en nuestro menguado panorama editorial, cuyo concepto y edición recae en las manos de Diana Vilera, quien se rodeó de los mejores para darle forma a este proyecto: John Lange se ocupó de la curaduría, y Sagrario Berti, Victoria de Stefano, María Fernanda Palacios, Antonio López Ortega y Federico Vegas se encargaron de los breves e intensos textos que acompañan oportunamente el recorrido por estas páginas, sin imposturas teóricas o vericuetos interpretativos, y sí con mucha sensibilidad.
Esta “biografía-álbum visual del país”, como la llama Sagrario Berti, comienza con el ganador del primer Premio Nacional de Fotografía concedido en Venezuela: José Sigala. En una veintena de imágenes apreciamos la belleza que este inolvidable artista supo captar en clases sociales diametralmente opuestas: tanto en la high class (Carolina y Reinaldo Herrera), como en la de los héroes populares (Oscar D’León). Es esta una obra que ha calado hondo en nuestro imaginario, y por eso al evocar el nombre de Sigala, es imposible no recordar su conocida serie sobre el circo, también las fotos dedicadas a la Miss Venezuela María Antonieta Cámpoli, o a los fornidos personajes de “Los musculosos”.
Continúan las fotografías de Alfredo Boulton de la Caracas de los años 30 y 40, y de zonas remotas de la geografía venezolana como Los Andes o el Oriente, esa a la que el insigne crítico de arte contribuyó a ordenar al mostrarnos un territorio que apenas conocíamos, pues difícilmente podíamos recorrer entonces. Son imágenes con una fuerte intención artística que no se limitan a lo meramente documental.
Fina Gómez captura sutilmente el drama de los restos de una embarcación a la orilla de una playa que huele a eternidad. En “El barco encallado” atisbamos esa “dimensión” poética propia de toda verdadera fotografía artística que refiere María Fernanda Palacios en su texto: “Aunque hoy nos dominen los procesos automáticos, hay una inclinación, una actitud o intención que llamo visión, que no está empotrada en la cámara […] Estoy hablando de poesía, una dimensión que puede estar ausente en muchas buenas fotografías, técnicamente impecables y profesionalmente exitosas”.
En el caso de Paolo Gasparini asistimos a la radiografía sociopolítica del país a través de los desórdenes urbanos y los rostros de sus habitantes. Aquí la fotografía se convierte en un fidedigno instrumento de análisis de la ciudad moderna, que evidencia el marcado contraste entre los grandes desarrollos urbanos y los barrios más paupérrimos. Dueño (o esclavo) de una mirada privilegiada, Gasparini cuenta con una de las obras fotográficas más completas y sólidas, no sólo de Venezuela sino también de más allá.
Bárbara Brändli refleja a quemarropa la soledad ontológica de los páramos occidentales en una serie de imágenes tan hermosas como irreales. Estos andinos que retrata su lente, ¿son seres humanos? ¿Son fantasmas? ¿Qué son? El ojo de la Brändli nos hace intuir el misterio que encierran estos seres, sus tierras y costumbres, y justamente por ello esta serie dedicada a Los Andes la ha convertido en una de sus grandes retratistas.
En Claudio Perna encontramos la necesidad expresiva y el medio de expresión llevados a sus máximas posibilidades: la fotografía experimental, con añadidos, montajes, veladuras y escrituras, en un cruce discursivo que da como resultado una de las obras más originales y provocadoras que hayamos visto entre nosotros.
Federico Fernández rinde homenaje a los mesoneros, héroes de los vernissages, y retrata la sociedad caraqueña y la fauna de los museos en su serie “Inaugurando”. Es notoria la crítica implícita de Fernández al colocar en un mismo cuadro a los jerarcas de la política y la cultura departiendo juntos en un peculiar sarao.
Lo de Luis Brito es el drama de la existencia, comenzando por el delgado hilo que nos separa de la locura en su serie “Anare o crímenes de paz”, realizada en el antiguo manicomio de La Guaira. Otra arista del mismo asunto son las devociones religiosas fotografiadas sin complacencias, dejando al descubierto la soledad y la orfandad del hombre, y revelando a la par nuestra idiosincrasia. Lo suyo son los desamparados, los marginados, inmortalizados en conmovedoras imágenes que hieren dulcemente la emocionalidad del espectador.
Ricardo Armas presenta la desolación de los pueblos del interior del país y las ruinas que atestiguan el ayer. Pero también recoge la particular estética del venezolano, que con su colorido y enrevesamiento conjuran la muerte de los campos.
Del mismo modo, las zonas rurales encontrarán en Sebastián Garrido a un fiel representante, con sus imágenes de los pueblos y los rostros de su gente. El Oriente del país será una de las debilidades de Garrido, así como la cultura popular.
José Sardá presenta el mundo del deporte, a través de los partidos de béisbol, carreras de caballos y corridas de toros, bañándonos de la algarabía de las reuniones colectivas a cielo abierto, esas que nos ungen y nos hacen uno con los demás. También captura la belleza que emanan nuestros héroes civiles —Ramón J. Velásquez, Miguel Otero Silva, Billo Frómeta—, abrevadero inextinguible al que hoy acudimos sedientos, pues la fotografía nos ayuda a recobrar “un pasado perdido que sólo la imagen restablece”, según Sagrario Berti.
De Antolín Sánchez observamos una muestra de su fotografía intervenida en un lúdico mazo de cartas que cuenta la suerte y (des)ventura de la ciudad, mediando un juego de fuertes contrastes: Tarot-Caracas. El suyo es un duro ojo crítico del contexto inmediato.
Thea Segall va tras los ritos ancestrales que convocan a las tribus primitivas: la hechura del casabe, hostia primigenia de los habitantes autóctonos. Su registro fotográfico de los indígenas es uno de los más completos y conmovedores hasta la fecha. Por eso, a propósito, recomienda Victoria de Stefano: “¿Usted no conoce, no tiene vivencias de las etnias yekuana o yanomami? Pues ahí están los libros de Thea Segall, donde se nos enseñan cómo son, cómo viven, cuáles son los rituales de las comunidades indígenas”.
Miguel Gracia se ha entregado de lleno a capturar imágenes de la escena y las tablas, antaño tan sólido y hoy tan desensamblado. La magia, la fantasía y el espejo (espejismo) de lo que somos (o fuimos) quedan eternizados en su fotografía de teatro, referencia ineludible de nuestra historia cultural.
José Joaquín Castro juega con películas infrarrojas para hacernos aún más obvia la incandescencia lumínica de esta tierra —la de un arrobador Caribe a mediodía—, que no deja de recordar la de los impresionistas. Su trabajo deja en evidencia que la luz siempre estará allí, expectante impertérrita de nuestros desmanes.
“Los trabajos y los días” del venezolano se despliegan en las imágenes de Joaquín Cortés. Su tema será el hombre y su relación con el paisaje, rural o urbano (inolvidable la lacerante secuencia del apresamiento de un niño que testimonia los nuevos tiempos). La condición humana, el abandono del hombre y su interacción con la sociedad son sus grandes obsesiones.
Y para finalizar tan enjundioso recorrido, llegamos a Audio Cepeda, cuyo nombre ya adelanta el tema de su obra: el estallido del colorido zuliano, lo pintoresco zuliano. Sus fotografías desprenden el sabor propio y el color de una zona geográfica fundamental para el país en las estampas de los vendedores de frutas y verduras, que ha encontrado en el ojo de Cepeda a un fidelísimo amante.
Al terminar de recorrer este libro es inevitable quedar con ganas de más. Y algo similar debió ocurrirle a su editora Diana Vilera, pues esta publicación dio pie a la creación de un proyecto más ambicioso y de largo aliento que está en pleno apogeo. Hablamos de La Cueva Casa Editorial, fundada en el año 2013 con Vilera a la cabeza, que se ha dado a la tarea de editar fotolibros de cada uno de los ganadores del Premio Nacional de Fotografía en Venezuela. Ampliando el portafolio de estos artistas, podemos entender sus imágenes como el sustrato anímico de este suelo que alguna vez fue “Tierra de Gracia”.
La Historia (con mayúscula) de una nación no sólo se cuenta en los discursos oficiales, sino también a través de las menudas historias de la cotidianidad. Todo gran tapiz está conformado por finos hilos que anudan una trama mayor, y con esta íntima semblanza visual que es Maestros de la fotografía en Venezuela podemos desliar esos hilos para intentar comprender ese gran ovillo que es nuestro país, con sus miserias y fulgores, para así evitar repetir costosos y dolorosísimos errores.