Lo de Garrido no es el ángulo perfecto, el filtro adecuado para la lente de la cámara, la nitidez de la captura, en fin, el artilugio meramente profesional. Lo suyo es el mensaje que hiere, el discurso que lacera, a través de una muy estudiada puesta en escena que logra comunicar sin cortapisas sus planteamientos
Álvaro Mata
Al observar con detenimiento la obra de Nelson Garrido, agrupada en el libro publicado recientemente por La Cueva, es difícil no pensar en aquella clásica noción inmortalizada por Pedro Calderón de la Barca que entendía el mundo como un teatro, o como “el teatro del mundo”, según su conocido auto sacramental, donde cada uno de nosotros desempeña un papel, asignado por Dios, el director de esta tragicómica pieza: a quien le correspondió ser un santo, un santo será; a quien víctima, pues en víctima devendrá; y así por el estilo. Hablamos de arquetipos dentro de cuyos límites nos situamos casi de manera instintiva, y con nuestro papel a cuestas, salimos a interpretar la mejor actuación de nuestra vida, pues para Calderón la vida es actuación, además de sueño, como ya sabemos.
Partiendo de este punto, debemos recordar que los primeros trabajos de Nelson Garrido, realizados en los años 70, tienen que ver con el montaje de escenografías para piezas teatrales, aspecto fundamental para comprender su obra posterior. Ese germen escenográfico es el que extrapolaría a la realidad, con una incisiva mirada no exenta de humor y de ironía, que desmonta nuestras creencias, y que constituirá su gran pieza dramática, que podríamos llamar “El teatro del mundo según Nelson Garrido”.
No otra cosa es lo que vemos desde sus tempranas propuestas de los años 80 hasta la más reciente “El hombre bola o el mito andrógino”, de 2015. En ese arco vital y artístico de casi 50 años, podemos rastrear sus obsesiones y el barroco proceso de su planteamiento estético. Adentrémonos, entonces, en tan abigarrado mundo.
La primera propuesta discursiva conocida de Garrido fueron los animales muertos en la calle (Muertos en vía), una serie asquerosa e iconoclasta que nos acerca a la muerte que seremos, esa que tanto nos cuesta asumir. En estas imágenes vemos animales atropellados en plena vía pública, que dejan al descubierto sus coloridas y brillantes tripas y órganos internos. Son fotos que hacen público lo privado, porque exponen el interior del cuerpo fisiológico del que no queremos saber, como si acaso no fuéramos eso también. De alguna manera, esta serie nos ayuda a morir un poco para, luego de la experiencia, salir re-animados y entender tan inevitable destino con otros ojos, unos desprejuiciados, limpios, abiertos a nuevas lecturas y reinterpretaciones de nuestras creencias y parámetros de belleza. Porque, sin duda, estas imágenes terribles no están exentas de belleza. Ya lo dijo Rilke: “Lo bello no es sino el comienzo de lo terrible”. Y quizá por eso nos chocan tanto, porque la verdadera belleza trae consigo algo oscuro.
Reflexionando sobre el asunto, Garrido anotó lo siguiente: “me interesa la relectura de un hecho que la gente ve constantemente en la carnicería, en la calle, todos los días. Que la gente se detenga a pensar que tiene vísceras, que tiene órganos, y come órganos, come vísceras, y que con eso pueden hacerse imágenes; es interesante como introspección a nivel colectivo”.
De este relectura de la muerte, pasamos a la serie Todos los santos son muertos (1989-1993), en la que el artista revisita algunas de las figuras icónicas del cristianismo desde su particular óptica, que implica un profundo cuestionamiento del sistema de normas y creencias socialmente aceptado. Partiendo del sincretismo religioso venezolano, mezcla los clásicos ángeles renacentistas italianos con nuestros José Gregorio Hernández y María Lionza. ¿Y por qué no hacerlo? ¿Acaso en el mélange que somos como sociedad es descabellado tal planteamiento? ¿No están presentes esas figuras en cualquier altar venezolano? En nuestros retablos, las figuras de la iconografía cristiana se acompañan del indio Guaicaipuro, o el Malandro Ismaelito, dando como resultado un apasionante sincretismo pocas veces visto. De esto se aprovecha Garrido para presentar imágenes que golpean, porque revelan lo que somos en toda nuestra desnudez y desamparo.
En esto andaba Nelson Garrido cuando en 1991 recibe el Premio Nacional de Artes Plásticas, suceso que ocasionó no poca polémica entre los “entendidos”, por premiar su trabajo como artista plástico y no como fotógrafo (como dato es preciso recordar que se trata del primer “fotógrafo” distinguido con tal galardón). Y creo que en su caso huelga decir que la cámara fotográfica es un simple instrumento que le permite comunicar las imágenes que crea, pues él es un “hacedor de imágenes”. Lo de Garrido no es el ángulo perfecto, el filtro adecuado para la lente de la cámara, la nitidez de la captura, en fin, el artilugio meramente profesional. Lo suyo es el mensaje que hiere, el discurso que lacera, a través de una muy estudiada puesta en escena que logra comunicar sin cortapisas sus planteamientos. Para que no queden resquicios de dudas, recordemos sus palabras a propósito: “yo no soy fotógrafo. De hecho, odio las cámaras fotográficas. Soy un hacedor de imágenes, hago escultura, serigrafía, lo que sea, pero lo hago como un hacedor de imágenes”.
Recibir este premio significó para él una afirmación en su trabajo estético, pero también un lastre del que debía despojarse, pues no cree en premios, salones, bienales ni nada que se le parezca. Paradójicamente, una obra que es rechazada por lo destemplado de su planteamiento es legitimada al otorgársele el Premio Nacional de Artes Plásticas. A punto estuvo de rechazar el galardón, pero, genuino artista como es, prefirió potenciar la oportunidad. Es así que, para expiar la culpa que pudo sentir, optó por autocrucificarse junto a su premio para reafirmarse en su discurso. En la “Autocrucifixión de Nelson Garrido” (1993), vemos a un trifálico Nelson en una cruz, en la que en lugar del conocido INRI, leemos la frase “Premio Nacional de Artes Plásticas 1991”, acompañado por el diploma que le confirieron —quemado y manchado, mancillado— y otros elementos que conforman un entramado discurso pleno de significado, como la escultura del colorido becerro coronado por banderillas que acompaña su sacrificio, obra de Miguel von Dangel, quien estuvo en el jurado que le otorgó la distinción. De esta manera, notamos que los elementos que usa Garrido en sus imágenes no son casuales, sino más bien causales.
Muchas de sus creaciones devienen premonición de la realidad, como su conocida “Caracas sangrante”, del año 1996. En esta imagen, Garrido presenta una visión panorámica de Caracas con El Ávila al fondo y los edificios del Parque Central en primer plano, desde los que comienzan a bajar ríos de sangre que desembocan en caudalosas corrientes que van inundando la ciudad, metáfora de la violencia que entonces nos acechaba, y que luego no haría más que desbordarse en un falaz rojo que ha llevado al país a un foso del que tanto nos cuesta salir.
Ese mismo tema es el que aborda en la serie Estética de la violencia (2001), la cual retrata un atiborrado conjunto de personajes que portan armas que apuntan a la figura que tienen a su lado, esto ambientado en una escena teñida de rojo, bañada en sangre, dando la idea del todos-contra-todos que se comprueba en las absurdas e incuantificables cifras de muertos que arroja la violencia venezolana cada fin de semana. “La estética de la violencia cada día nos salpica más”, dice Garrido, “nos salpica la sangre de la violencia que hay ahorita, y por muy fuerte que a la gente le parezca mi trabajo, se queda corto. Afuera hay una realidad más fuerte y muchísimo más cruda, y los intelectuales y los artistas no han asumido eso con suficiente honestidad. Creo que en un momento donde la sociedad tiene tantas imágenes, si no se hacen imágenes de choque, que trastoquen, sencillamente se pierden en el mar de imágenes que circulan alrededor del mundo”.
Ese mismo rojo que ya se anunciaba en “Caracas sangrante” no hará más que exacerbarse en la serie Pensamiento único (2008), donde se toma como leit motiv personajes armados que portan la máscara del finado caudillo Hugo Chávez. A esta serie pertenece la imagen de una familia humilde en su rancho de bloques al descubierto, quienes hacen campaña por el “Sí” de uno de los referendos que tuvimos en el país, mientras enarbolan la Constitución de la República, tan manoseada cual moneda de uso común. También en otras imágenes de la serie vemos a miembros del PSUV en actividades burocráticas, todos armados hasta los dientes, en un ambiente tapizado con fotos del difunto caudillo, haciendo gala del sectario pensamiento único característico del partido de gobierno. Pero la imagen que más resalta, por premonitoria, es la de un personaje enmascarado con la referida careta que porta en una mano la ajada constitución y en la otra un arma que apunta a su sien. Esta foto se titula “Chacumbele” (el conocido suicida popular) y es del año 2008. Sorprende la intuición de Garrido al vaticinar el futuro del caudillo, pues si completamos el título de la foto con el verso que le sigue en la conocida canción, debemos recordar que “él mismito se mató”. Artista que no profetiza, no es artista, se ha dicho.
Vale anotar que el trabajo de Nelson Garrido no se realiza en función del gusto del público, sino que busca confrontar, denunciar lo que está pasando, procurando tomar posición frente al horror que nos acecha. Es un trabajo que busca hacer conciencia de una realidad que cada día parece más irreal, más teatral, en la que nuestras vidas son manejadas por poderes que escapan de nuestro control. ¿Quién dirige este drama en el que estamos inmersos? ¿Cómo salir del rol que representamos y que nos arrastra a la barbarie? Sólo haciendo conciencia, viéndonos en el espejo, podremos salir de nuestro absurdo y comenzar a resistir la balumba feroz que escenificamos. El arte es una de las vías para despertar, y el trabajo de Garrido es un buen ejemplo de ello, porque más que darnos respuestas, nos hace formularnos las preguntas fundamentales. Quien duda, quien inquiere, va por buen camino.
Caracas, marzo de 2017.
Una versión de este texto fue publicada el 9 de abril del año 2017 en la página web de El Estilete. El autor ha tenido la gentileza de cederlo a La Cueva.