Siempre se habla sobre los libros, una vez impresos, en este caso particular los fotobolsillos, justo como ha ocurrido con Ricardo Armas y la antología de su trabajo fotográfico que editó con La Cueva en el año 2017. En este caso su evocación amistosa se convierte, también, en un particular autorretrato.
Alejandro Sebastiani Verlezza
Siempre se habla sobre los libros, una vez impresos, en este caso particular losfotobolsillos, justo como ha ocurrido con Ricardo Armas y la antología de su trabajo fotográfico que editó con La Cueva en el año 2017. Si bien representa una muy apretada síntesis de su larga carrera, con múltiples registros y búsquedas, también es posible darse cuenta de que cada fotografía tiene “escondida” una historia y basta tirar de ese hilo para conocerla, pero también, a través de ella, saber más sobre Armas y los amigos con los que se ha ido cruzando. No de otra forma apareció este recuerdo: súbitamente, cuando repasaba el arte final de su fotobolsillo, me encontré con un curiosísimo retrato que Armas le hace a Roberto Fontana.
Y en ese momento, recuerdo, sencillamente se me ocurrió preguntarle a Armas sobre las pistas de Fontana. Le comenté que justo por esos días había tenido en mis manos sus dos publicaciones editadas por Oscar Todtmann: el fotolibro La otra parte/L’altra parte (1993) y el poemario Jardín de invierno/Il giardino d’inverno (1994). Por eso mismo reproduzco a continuación la minuciosa, valiosa respuesta de Armas, enviada por correo electrónico, la cual en principio formó parte de una larga entrevista, hecha en el mismo 2017, aunque es justo ahora que encuentra su mejor lugar de aparición. Es un “retrato hablado”, sí, el que hace Armas, pero también un autorretrato:
“Me dejaste pensando en Roberto. Tuve que traer al presente una memoria que comenzó en 1978, hace 39 años. Un día de ese año, 1978, me llamó un fotógrafo que me quería conocer, quería que yo le hablara de mi trabajo personal. Para esa época ya mi trabajo se había mostrado en el MACC, se publicaba en periódicos y revistas, y en las publicaciones del Ballet de Caracas, y preparaba yo mi libro de 84 fotografías que se llamó Venezuela.
Nos reunimos en mi apartamento-estudio-laboratorio y me contó que él era fotógrafo de publicidad, que le iba muy bien, pero que no estaba contento. Me contó que conocía mi trabajo y se preguntaba cómo podía hacer para hacer fotos así, documentalistas. Él me cayó muy bien en esa primera entrevista, tenía una simpatía y una dulzura que me desarmó. A partir de ese momento me visitaba con frecuencia y traía siempre una botella de vino. Hablamos mucho de lo que yo hacía, le presenté a mi padre.
La relación con él no significó viajes juntos por Venezuela (que yo hacía con frecuencia en un Land Rover que tenía), siempre fue en Caracas. Veíamos libros juntos y con el tiempo descubrí que compartíamos el amor por el cuarto oscuro. Roberto era un gran laboratorista.
Me enteré de que sus padres eran italianos (idioma que se hablaba en su casa), que él era el único hijo, y que tenían una tienda fotográfica en la Avenida Victoria, de la cual vivían muy cerca. Me enteré de que a pesar de estar entrado ya en sus 20 años y pico, no tenía raíces venezolanas, y nunca había vivido en Italia. Era de allá, pero era de aquí, y se sentía de ninguna parte. He allí su problema.
Yo preparaba el viaje para los Estados Unidos, concretamente para Nueva York, a estudiar cine con una beca de Fundarte, que se concretó en febrero de 1979. Roberto quedó con todos mis negativos de Ballet en caso de que la compañía necesitara copias. Hasta allí había llegado nuestra cercanía. Una vez ido yo, Roberto comenzó a trabajar para mi padre, él escribía y Roberto ilustraba con sus fotografías. Me imagino que publicaban en la revista Imagen, del Conac, donde mi padre y yo hacíamos lo mismo. Al mismo tiempo Roberto se hizo frecuente en La Fototeca que dirigía María Teresa Boulton y Paolo Gasparini, cosa que le hizo mucho bien.
Ese mismo año me fue a ver en Nueva York y de allí viajó a Italia para visitar los lugares de los que tanto le habían hablado sus padres. Produjo fotografías bellas y llenas de nostalgia. Su viaje era una visita exploratoria y regresó a Caracas para preparar su ida a Italia más definitiva. Su idea era vivir en Venecia.
Mientras yo viví en Nueva York nos escribíamos y me contaba lo que hacía, incluso la vez que conoció a Josef Koudelka. En Italia vivió creo que dos años y se hizo el fotógrafo que quería ser. Su serie de Italia es hermosa y única. Allí en Italia también coincidió con Luis Brito, que vivía en Roma, pero la relación entre ellos no era luminosa, había mucho ruido.
Yo regresé a Caracas en Agosto de 1983 y comencé a trabajar con Sofía Ímber en el MACC y Roberto aceptó trabajar conmigo en la Unidad de Fotografía que yo estaba creando, cubriendo todos los actos sociales y las visitas guiadas, hasta que se cansó.
Hubo entonces una suerte de distancia entre nosotros. El andaba más en esa época con Carlos German Rojas y Federico Fernández, que eran amigos y socios.
Cuando él muere de un infarto fue un shock para todos. Roberto se hacía querer por todo el mundo.
Siempre he sentido que a mí me tocó abrirle una puerta para que pudiera salir de esa zona de inseguridad y oscuridad en la que se encontraba. Eso nos unió para siempre”.
Septiembre, 2019.